Detrás del telón, la democracia y sus instituciones, tal como las conocemos, son cuestionadas constantemente por los ciudadanos. Diversos factores fundamentales sustentan la poca - o casi nula - confianza de los ciudadanos en la democracia actual.
Con la llegada del periodo pos-imperialista se han creado expectativas en la población mundial, en torno a la globalización de la democracia como la estructura capaz de generar una mayor igualdad entre los ciudadanos. Aunque los avances de la humanidad en ese sentido han sido notables, el progreso no llega a la velocidad requerida por los ciudadanos. Todavía muchos ciudadanos en todas partes del mundo, albergan el temor de morir sin llegar a disfrutar del desarrollo económico y social prometido.
La consecuencia natural es una erosión de la confianza que tienen los ciudadanos en las estructuras democráticas y en las instituciones políticas, que se maximiza por el inevitable deseo de los seres humanos de obtener resultados relativamente inmediatos.
Yuval Noah Harari, el muy reconocido autor de “21 lecciones para el siglo XXI”, lo describe de la siguiente manera: “la humanidad está perdiendo la fe en el relato liberal que ha dominado la política global en la últimas décadas”, un relato que, en resumen, nos dice que “si continuamos liberalizando y globalizando nuestros sistemas políticos y económicos, generaremos paz y prosperidad para todos”.
Es cierto que se pueden reconocer grandes avances en la humanidad, porque no hay medida alguna que no refleje una mejora de las condiciones y el bienestar de quienes habitamos la tierra. Sin embargo, la democracia liberal que impulsamos no ha logrado traducir esos logros en un reconocimiento por parte de los ciudadanos, que le legitime y le permita continuar siendo el sustento de la vida en sociedad.
En poco tiempo, el cuestionamiento a la democracia ha pasado de los círculos académicos a la realidad política. Muestra inequívoca de ello son el Brexit, el resultado de las elecciones recientes de varios países y las constantes protestas ciudadanas que observamos en todas las latitudes.
En consecuencia, hay algo de ilógico en la democracia. Estamos mejor que nunca antes, sin embargo, confiamos cada vez menos en el sistema que ha propiciado el avance que vivimos. Hoy se hacen más constantes las advertencias ante la peligrosa deriva autoritaria de nuestras sociedades y el resurgimiento del nacionalismo extremista y hasta el mismísimo fascismo. A los más nacionalistas se les olvida que en un mundo globalizado, tenemos que ser leales a los nuestros, pero a la vez, también hay que ser responsables con el resto.
La respuesta a este dilema parece ser “regresar a los orígenes”, como dice Juan Luis Cebrián, argumentando a favor de una opinión pública correctamente informada, capaz de ejercer sus derechos individuales en total libertad, con actores imparciales que puedan arbitrar los procesos.
Sin embargo, la base fundamental del cuestionamiento a la democracia y a la política sigue siendo el prestigio perdido de sus instituciones, que impacta a todo el ecosistema político, incluyendo a sus protagonistas y a los grupos de interés que le conforman.
No queda más que trabajar por un equilibrio entre la necesidad del cambio y el fortalecimiento de las bases originales de la democracia, con la certeza de que el péndulo que se mueve entre uno y otro, siempre se ponga del lado del bien común.