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Por Margarita Cedeño de Fernández

Contra el fanatismo


Una parte muy esencial del legado de Voltaire, nombre de pluma de François-Marie Arouet, gira en torno al fanatismo, concebido desde la intolerancia religiosa y la arrogancia política. El siglo XVIII nos regaló la Ilustración, pero también fue época convulsa en la que pensadores como Voltaire generaron ideas que aprovechaban a la literatura y al teatro como instrumento para cambiar el fundamento de los principios morales y la mentalidad social.


Algunas de sus ideas han sido evidentemente rebasadas por el paso del tiempo, pero otras han adquirido suma relevancia en un contexto complejo, de sociedades que están sujetas a los vaivenes que dictan el mercado, el intercambio de información y las desmedidas ambiciones de unos pocos.


El peligro del fanatismo es una parte de la ideología de Voltaire que hoy toma cuerpo y se desfila impune entre nosotros en casi todas las áreas del intercambio humano. Considerado como “una enfermedad”, el fanatismo nos enfrenta a los demás por el simple hecho de que otros nos crean lo mismo que nosotros.


No es una enfermedad nueva. Como si se tratara de la plaga de la novela de Albert Camus, el fanatismo vuelve una y otra vez, sin importar cuántas veces tratemos de vencerlo. El mismo Voltaire lo advertía: “cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro la enfermedad es casi incurable”.


El fanático encuentra casi imposible la idea de aceptar que cada cual es libre de creer en lo que quiera, pero tampoco logra argumentar frente a las ideas de los demás, aceptando que uno u otro podrían tener razón en sus creencias, o quizás ninguno de los dos, pudiendo convivir juntos.


Parecería que estamos retornando a uno de los ciclos de la historia donde el fanatismo se convierte en moneda de curso legal, sin importar si se trate de la política, de la cultura, de la religión o de la comunicación. El miedo, la desconfianza y el odio hacia quien no piensa como nosotros, alimenta la idea de construir muros en lugar de puentes, de aislarnos y convertir los espacios de debate en verdaderas prisiones del pensamiento y las ideas.


El filósofo inglés Francis Bacon, que precedió a Voltaire por muchos años, dijo una vez que “quien no quiere pensar es un fanático; quien no puede pensar es un idiota, quien no osa pensar es un cobarde”.


El fanatismo hace daño, no importa donde se encuentre, puesto que la tenacidad y la vehemencia en la defensa de opiniones, posiciones y creencias, se convierten en obstinación y falta de razonamiento, resultando en una democracia pobre, en una sociedad sesgada y en ciudadanos que dejan de creer en el sistema político-institucional como la vía para construir un mejor país.


Hoy en día hay quienes quieren acabar con las ideas a palos, sin darse cuenta que lo que se requiere es dar una respuesta o presentar una alternativa que resulte atractiva. Para ello, hay que “mirar la realidad tal y como se ve desde la ventana del vecino, una realidad que necesariamente es distinta a la que se ve a través de tu ventana”. Hagamos causa común contra el fanatismo, que tanto daño nos hace.

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