El gobierno haitiano procuró aprovecharse de la distracción que generaría en la población la celebración del juego entre Bélgica y Brasil en la Copa Mundial de Futbol. Se calculaba que un eventual triunfo del equipo brasileño suscitaría, en Haití, tal nivel de euforia, que podría deslizarse, en forma inadvertida, un alza prevista en los precios de los combustibles.
La tragedia fue, sin embargo, que el equipo carioca resultó vencido en la contienda; y a la amargura de la derrota se le sumó la ira de la indignación, al sentirse los ciudadanos burlados por las inesperadas medidas gubernamentales.
Las protestas empezaron el viernes, 6 de julio, en Puerto Príncipe, Les Cayes, Jacmel y Petit-Goave, para luego extenderse a otras localidades. Durante las próximas 24 horas Haití, prácticamente, ardería en llamas.
Varias personas resultaron muertas y decenas fueron heridas. Hoteles, restaurantes y vehículos fueron reducidos a cenizas. Decenas de negocios fueron saqueados; caminos y carreteras, bloqueados.
Para algunos, esas manifestaciones de violencia, por su extensión territorial, así como por su simultaneidad, fueron organizadas por grupos radicales de oposición que tenían como objetivo hacer saltar por los aires al gobierno del presidente Jovenel Moise, un productor de banana, llegado al poder hace un año y cinco meses.
Para otros, sin embargo, esas protestas no fueron más que expresiones espontáneas de descontento social, resultado de una economía estancada por muchos años; altos niveles de pobreza; y falta de empleos.
Frente a ese panorama desolador, desde hacía tiempo la sociedad haitiana había alzado su voz, y se encontraba en lucha permanente por hacer revertir las causas de su infortunio. Entre sus más recientes demandas se encontraba el aumento del salario mínimo, en un país en que el 60 por ciento de los trabajadores sólo recibe dos dólares al día.
Habría que comprender el nivel de frustración de una población que al tiempo que luchaba por obtener condiciones humanas más dignas, recibía como respuesta un incremento en el precio de los combustibles, que implicaba, al mismo tiempo, un aumento en el precio de los alimentos, del transporte y del consumo de electricidad.
En pocas palabras, el agravamiento de su ya precaria situación.
El estallido social que durante varios días azotó a Haití terminó desatando una crisis política que culminó el 18 de julio con la renuncia forzada del primer ministro, Jack Guy Lafontant, acusado de incompetente por haber manejado, de forma inadecuada, la espiral de violencia.
EL RETORNO DEL FMI
La decisión del gobierno haitiano de aumentar los precios de la gasolina, en un 38 por ciento; del diésel, en un 47 por ciento; y del kerosene, en un 51 por ciento, fue como consecuencia del acuerdo que desde febrero de este año se había llegado con el Fondo Monetario Internacional (FMI).
En virtud de ese acuerdo, monitoreado por el personal técnico, el gobierno haitiano se comprometió, desde marzo a agosto de este año, en cinco meses, a la realización de reformas económicas y estructurales.
Ese plan de reformas implicaría el recorte del gasto público; el incremento y mayor eficiencia en la recaudación de impuestos; la eliminación de los subsidios en el área de los combustibles; y el aumento de la tarifa del consumo eléctrico.
Desde luego, la aplicación en tan poco tiempo de medidas tan drásticas, como las sugeridas por el FMI, en el país considerado como el más pobre del hemisferio, sin ningún tipo de compensación social inmediata, constituía un acto temerario, arriesgado e imprudente.
No cabe poner en dudas que un país afectado por una situación de inestabilidad macroeconómica, requiere de reformas y cambios estructurales. Es el caso de Haití, donde actualmente predomina una situación de bajo crecimiento económico, déficit fiscal creciente, desbalance de la cuenta corriente y alta inflación.
Sin embargo, como se ha demostrado a través del tiempo, en las distintas etapas en las que ha intervenido el Fondo Monetario Internacional, las reformas, para que sean válidas y provechosas, al mismo tiempo que racionales desde el punto de vista económico, deben ser socialmente incluyentes y políticamente viables.
Si la aplicación de los programas de ajuste o de reformas estructurales no disponen de esas tres condiciones, lo más probable es que se produzca una crisis, ya sea en forma de estallidos sociales o de gobernabilidad democrática.
Eso fue lo que ocurrió aquí, en la República Dominicana en 1984, durante el gobierno del doctor Salvador Jorge Blanco, en el que mediante la política de shock sugerida por el FMI, los precios de los principales artículos de consumo se dispararon en forma dramática.
La respuesta a esa política fue un levantamiento popular, que el profesor Juan Bosch bautizó como “poblada”, y que ocasionó la muerte a más de un centenar de personas en varios días de enfrentamientos con las fuerzas del orden público.
Pero también aconteció en Venezuela, al inicio del segundo mandato del presidente Carlos Andrés Pérez, cuando se produjo el llamado “caracazo”, que fue un acto de rebeldía popular en reacción a las medidas de ajuste estructural impuestas por el organismo crediticio internacional.
RECOMPONER EL ESCENARIO
Unas cincuenta organizaciones sociales y académicas internacionales recientemente enviaron una carta a la Directora General del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, en respuesta a una consulta abierta que ésta había promovido para obtener opiniones en torno a la revisión que la institución actualmente realiza sobre las condicionalidades y el diseño de los préstamos que otorga.
En uno de sus párrafos, la carta firmada por instituciones como Oxfam, el Centro Internacional Olof Palme y el Proyecto Bretton Woods, afirma: “Las políticas monetarias restrictivas que prescribe el Fondo Monetario Internacional, como condicionalidad de sus préstamos, reducen el espacio que tienen los gobiernos para la inversión pública y muy frecuentemente tienen consecuencias devastadoras, particularmente para los grupos marginados, y altos costos políticos”.
Ese juicio, externado por las prestigiosas organizaciones internacionales, respecto a la manera de funcionamiento del FMI, permiten comprender, en un contexto mayor, la razón de los disturbios recientes que convulsionaron a Haití.
Después del terremoto del 2010, que ocasionó la muerte de 250 mil personas, la comunidad internacional hizo compromisos, a través del Plan Estratégico de Desarrollo para Haití, de ayudar al país vecino a hacer crecer su economía entre 5 y 10 por ciento anualmente.
Eso sólo ocurrió durante el primero año, 2010-2011, en que la economía tuvo un crecimiento de 5.5 por ciento, debido al cúmulo de inversiones, en forma de ayuda, proveniente de la comunidad internacional.
Sin embargo, a partir de ese momento, el país no ha logrado alcanzar, durante los últimos siete años, la meta mínima del 5 por ciento de crecimiento anual. Para este año, 2018, la situación se ha tornado tan sombría, que la proyección de la tasa de crecimiento fue revisada hacia la baja, de un 3.9 por ciento a un débil 2 por ciento
.
En el ámbito demográfico, en los últimos diez años, la población haitiana ha aumentado en más de un 10 por ciento, pasando de 9.9 a 11 millones de habitantes. La moneda haitiana, el gourde, se ha devaluado en un 50 por ciento durante los últimos cinco años; y la inflación se ha disparado a cerca de un 14 por ciento.
La salida, el pasado mes de octubre, de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (MINUSTAH), no sólo en términos de seguridad, sino desde una perspectiva estrictamente económica, ha sido devastadora.
Con un presupuesto de 1 mil 200 millones de dólares al año, eso era equivalente al 50 por ciento de los gastos del gobierno haitiano; y al 10 por ciento del Producto Interno Bruto, lo cual, ahora, se ha evaporado.
Por su parte, la disminución de ingresos por concepto de PetroCaribe, también ha representado otra pérdida sensible para el adecuado funcionamiento de la economía que se desarrolla al occidente del río Masacre.
Con un cuadro económico estructuralmente endeble; una situación social de extrema fragilidad; la ocurrencia de desastres naturales que han sido catastróficos; y la reducción impresionante de ingresos provenientes del exterior, las medidas de reforma sugeridas, en estos momentos, por el Fondo Monetario Internacional, no han sido, desde el punto de vista económico, las más adecuadas; ni las más equitativas desde el ángulo social; ni las más propicias desde el ámbito político.
Para evitar nuevas protestas masivas y estallidos sociales en Haití, el Fondo Monetario Internacional debe cambiar de rumbo, con la aplicación de medidas más justas, humanas y solidarias.