El sol apenas despuntaba en el horizonte de lo que prometía ser una calurosa mañana de julio. Habíamos pasado la noche en vilo, pendientes de la salud de mi padre, que a sus casi 93 años había excedido, con creces, su estadía en la tierra. Un verdadero regalo de Dios que hijos, nietos y bisnietos, hayan abrevado en la fuente de la sabiduría paterna.
Ya estabilizada su presión arterial en la unidad de cuidados intensivos, al nacer el alba, me despedí con un “te amo y nos vemos ahorita”. Regresé a la casa para informar a mi madre y recargar energías un par de horas, sin saber que en breve tendría que retornar a la vera de lo que sería su inimaginable lecho de muerte.
No me extrañó que su último suspiro fuera en ausencia nuestra. De una forma u otra, se había venido despidiendo de sus seres más amados. Papi era tan fuerte y noble que no quería que presenciáramos su partida, quizás preocupado porque creyéramos que era una muestra de debilidad o por protegernos de un mal recuerdo. Papi era un hombre tan integro que murió como vivió: en paz. Y lo confirman las últimas palabras que confió al médico de turno: tengo sueño, me quiero dormir. Y efectivamente, mi Papá, don Luis, iniciaría así el sueño eterno y el camino al encuentro con el Padre.
Desde aquel momento, cual magdalena, no he parado de llorar. No hay consuelo en la tierra que cure la herida de la partida de un padre, mucho menos si ha sido tan noble y bondadoso como lo fue el mío.
¡Oh Papá querido! Que desolado dejas mi corazón, pero a la vez, cuánto agradecimiento siento por haberte tenido como padre y verme hacer lo que la vida me ha deparado, llegar donde he llegado para continuar devolviendo a mi pueblo parte del amor, la alegría y solidaridad que nos enseñaste y que siempre te caracterizaron.
Mi memoria está repleta de momentos atesorados junto a mi papá, verdaderas enseñanzas de vida que hacen honor a aquello de que más se aprende con el ejemplo que con las palabras. Al momento de darle el último adiós, cuando nos aprestábamos a ver el ocre de la madera desaparecer debajo de la tierra, sentí que no tendría la fuerza para dar un último adiós. Pero los grandes hombres se merecen que su testimonio de vida esté presente en cada generación y, cuando comenzaba a descender el sol, saqué fuerzas de donde no tenía para un elogio final.
Conté una anécdota sobre la importancia de respetar lo ajeno, recordando aquella vez que intenté regalar a papá un lapicero con cierto valor económico.
Por muchos años le había visto a papi llevar el mismo lapicero, tanto así que ya encontraba por sí solo su lugar en el bolsillo de la camisa. No recuerdo si fue para un cumpleaños o un día del padre, solo recuerdo que al ver la caja me paró en seco. “¿Quién ha dicho que yo quiero cambiar mi lapicero? Yo le dije: “papi, es por si se te pierde ese, para que no te haga falta”, a lo que el me ripostó, “¿Sabes por qué nadie le pone la mano a lo que es mío? Porque yo nunca he tomado lo que no me pertenece, sin antes pedir permiso”.
Lección de vida que no olvidaría jamás. La rectitud de mi papá, su empeño en hacer de sus hijos hombres y mujeres de bien, me ha acompañado toda la vida. Por eso no dudé al exigir respeto a mí y a mi familia, cuando se me acusó de tomar lo que no era mío. No soy capaz, porque mi padre me formó como una mujer de bien y me enseñó que el honor de nuestro apellido es el mejor legado a nuestros hijos.
Eso no se aprende en ningún sitio que no sea el hogar. Nos corresponde a los padres enseñar a los hijos los valores, los fundamentos que guiarán sus acciones en todo el transcurrir de sus vidas. Estos valores no solo se necesitan para el ejercicio de lo público, para la función gubernamental o el poder. Se necesita para todos los aspectos de la vida.
Este escrito es un testimonio de un hombre ejemplar. Y es también un espacio para agradecer a tantas personas que cuidaron de mi papá por muchos años. Sus médicos, encabezados por el doctor Luis Pichardo y el doctor Gustavo Rojas, las enfermeras, familiares, amigos y colaboradores, quienes hoy, al igual que yo, lloran desconsoladamente su partida.
Estaré siempre agradecida de Dios, por permitirme disfrutar de mi padre por casi 93 años de una vida fructífera, que deja a una familia que vive a la altura de su legado, a la altura del apellido que nos heredó: CEDEÑO MATOS, Luis Emilio. Hijo de Maria Matos Cuello y nieto del General Faley Matos.
Hasta siempre Papá. Descansa en el paraíso junto al Gran Padre y te reconoceré en una de las estrellas del cielo.